sábado, diciembre 11, 2021

Diosas - Diosa -Divinidad femenina

ASPECTOS FEMENINOS DE LA DIVINIDAD EN LA LITERATURA MÍSTICA DE LAS TRES CULTURAS

 

Sara Molpeceres Arnáiz

(Universidad de Valladolid)

 

 

RESUMEN:

En el año 2000 a. C. desaparece el culto de la gran diosa madre y surge en su lugar la religión de la divinidad masculina. Esto supone un importante cambio en la historia del pensamiento, ya que de una cosmovisión donde la vida era sagrada y existía un equilibrio entre los principios masculino y femenino, se pasa a otra donde un abismo separa a creador y criatura, y no hay lugar para la feminidad sagrada. El aspecto femenino de la divinidad es desterrado. No obstante, un ámbito en el que tiene lugar la recuperación de la dimensión femenina de lo sagrado es la mística, como veremos al analizar diferentes textos literarios pertenecientes a corrientes místicas de las Tres Culturas.

 

PALABRAS CLAVE: diosa madre, mitología, literatura mística, Sufismo, Cristianismo, Cábala, Jasidismo.

 

ABSTRACT:

In 2000 BC great mother goddess worship disappears and takes its place the religion of the masculine divinity. This is an important change in the history of human thought: in great mother religion life was sacred and there was a balance between masculine and feminine principles, whereas in masculine god religion, creatures remain separated from creator, and there is no place for the sacred female. Feminine dimension of divinity was lost, yet it has been recovered in some religious manifestations, as mysticism. In order to prove this idea we will analyse mystic literary texts of the three monotheistic religions.

 

KEYWORDS: mother goddess, mythology, mystic literature, Sufism, Christianity, Cabala, Hasidism.

 

1. Cuestiones introductorias

 

Puede parecer inusitado hablar de los aspectos femeninos de la divinidad en tres religiones, como son el Judaísmo, el Cristianismo y el Islam, que giran tan evidentemente alrededor de la figura de un Dios padre, un Dios padre masculino. Puede parecer, incluso, que la intención de este trabajo busca algún tipo de reivindicación que hemos de situar dentro de la esfera del feminismo. Nada más lejos de la realidad. Lo que pretendemos con el presente trabajo[1] es poner de manifiesto un episodio en la historia de las ideas y las mentalidades en el que se produce un cambio significativo en cómo el hombre conceptualiza y explica lo divino. La religiosidad se ha vivido y se ha manifestado de muy diversas maneras a lo largo del tiempo, y en ese sentido, la imagen del Dios padre se ha afianzado durante siglos, sí, pero hay que tener en cuenta que, en realidad, es un episodio más bien breve en el desarrollo de la conciencia religiosa, si nos atenemos al hecho de que la visión femenina de la divinidad se mantuvo durante gran parte del Paleolítico y todo el Neolítico, sumando, en total, un dominio de más de 25.000 años.

Hace 4000 años, a finales de la Edad del Bronce y principios de la Edad del Hierro, se hace evidente el desprestigio y casi desaparición de la cultura de la diosa madre, así como el surgimiento de una visión masculina de lo divino, alejada de la esfera de la diosa. Se trata de dos visiones contrapuestas del mundo: la cultura de la divinidad femenina implica la percepción del “universo como todo orgánico, sagrado y vivo” (Baring y Cashford, 2005, p. 11), una cosmovisión en la que la humanidad y la vida vegetal y animal forman un todo con la misma divinidad: todo “está entrelazado en una red cósmica que vincula entre sí todos los órdenes de la vida manifiesta y no manifiesta, porque todos ellos participan de la santidad de la fuente original” (ibid., p. 11). En cambio, en la cosmovisión dominada por el principio masculino nos encontramos con la imagen de Dios padre que se sitúa lejos de la esfera de lo creado para ordenarlo desde el exterior (ibid., p. 13). Entonces la naturaleza se define como caótica, irracional y no divina, y a ella se opone el espíritu, el intelecto que la dominará y regulará. Se inicia el hábito de concebir la realidad no en términos de unión y síntesis, sino en términos de oposición de contrarios, iniciándose así una concepción dual en la que prima un elemento frente al otro, haciendo imposible la conciliación, pues se separa

 

la mente de la materia, el alma del cuerpo, el pensamiento del sentimiento, el intelecto de la intuición y la razón del instinto. Si, además, el polo «espiritual» de estas categorías duales se valora más que el polo «físico», ambos términos caen en una oposición tal que es casi imposible volverlos a reunir sin antes disolverlos (ibid., p. 12).

 

Desde entonces la cultura humana ha vivido un desequilibrio entre los principios femenino y masculino, ya que la religión de la diosa madre implicaba también el necesario equilibrio y coexistencia de los dos sexos para el nacimiento de la vida, mientras que, en la cosmovisión que dicta el principio masculino de la divinidad, lo femenino aparece desterrado y demonizado, en cuanto que es considerado naturaleza, materia, y no espíritu. Cuando se impone la visión monoteísta de un Dios padre todopoderoso, necesariamente la diosa se hace clandestina (ibid., p. 12), ocultándose en diferentes aspectos relacionados con lo divino, a veces positivos, otras negativos, pero siempre haciéndose presente y buscando un equilibrio imposible con lo masculino, un vital equilibrio para la supervivencia anímica ser humano, tanto a nivel individual como colectivo[2]. De ahí que en las diferentes épocas siempre haya habido voces y ámbitos que, consciente o inconscientemente, han tratado de recuperar la dimensión femenina de lo religioso y, precisamente, un ámbito en que el aspecto femenino de la divinidad se hace presente y coexiste armónicamente con el principio masculino es la mística, como veremos al tratar diferentes textos literarios pertenecientes a corrientes místicas de las Tres Culturas.

El interés que motiva este trabajo es, por tanto, tomar como punto de partida ese cambio de conciencia (religiosa, sí, pero también cultural y epistemológica) que es el paso de la visión mítico-simbólica de un universo sagrado y armonioso, a una conciencia antropomórfica de la divinidad, de tipo más lógico-reflexivo, que abandona todo panteísmo para establecer una jerarquía entre Dios y lo viviente (jerarquía que el hombre imitará en su relación con la naturaleza), para mostrar cómo la literatura mística enlaza con aquella forma de religiosidad de la diosa madre. No podemos olvidar que detrás de las constantes irrupciones de las distintas corrientes místicas, siglo tras siglo, en medio del tipo de vivencia religiosa impuesta por la religión institucionalizada, tenemos también el desafío a ese tipo de pensamiento, digamos, reflexivo-analítico, para proponer una forma distinta de estar en el mundo basada en un pensamiento sintético-simbólico que recupera la imagen y lo sensorial para superar los opuestos cuerpo-alma, materia-espíritu, femenino-masculino, algo que, por otro lado, necesariamente ha de materializarse en forma literaria.

Este trabajo se inserta, por lo tanto, dentro del ámbito de una Literatura Comparada hermanada con la Historia de las ideas y mentalidades (Pujante 2006, p. 97 y ss.) que nos permitiría contemplar la evolución de los grandes temas e ideas de la cultura a lo largo de la historia: en este caso, no solo la evolución de lo masculino y lo femenino, sino la de dos maneras de ver el mundo y la religión, dos maneras del pensar.

Para ello explicaremos brevemente qué implica el mito de la diosa, qué elementos lo conforman y su evolución a través de los siglos, para ejemplificar después su pervivencia en diferentes corrientes místicas de las Tres Culturas mediante una serie de textos literarios que muestran ese intento de conciliar la visión femenina y masculina de lo divino. Nuestro objetivo no es tratar de manera exhaustiva los diferentes movimientos y corrientes místicas en el Judaísmo, Cristianismo o Islam, su evolución o sus autores más representativos, sino que los textos y autores que se mencionan han sido elegidos para ilustrar la tesis que tratamos de defender, de ahí que no se haya tenido en cuenta la distinta procedencia de los autores y textos a tratar, su diferente cronología o la contextualización de sus obras dentro de corrientes místicas o religiones concretas.

 

2. El mito de la diosa: del Paleolítico al Génesis.

 

Los primeros restos que conservamos que pueden relacionarse con la cultura de la diosa madre pertenecen al Paleolítico, datan aproximadamente del 22.000 a. C., y se han hallado a lo largo de un amplio territorio que se extiende desde los Pirineos hasta Siberia. Se trataría de una serie de figuras a las que tradicionalmente se ha llamado, “con poca propiedad” (Eliade, 1978, p. 36), ‘Venus’, como las Venus de Willendorf o Laussel, pero que en realidad serían representaciones de la divinidad femenina. Así lo defienden Anne Baring y Jules Cashford en su obra El mito de la diosa, que precisamente narra la evolución de la diosa madre desde el Paleolítico hasta nuestro tiempo. Como apuntan estas dos autoras, estas ‘Venus’ van más allá de la idea de la pura reproducción para representar la dimensión femenina de lo divino, que, en realidad, simbolizaría algo mucho más grande: la idea del universo como un todo viviente y sagrado (Baring y Cashford, 2005, p. 28). Es decir, la diosa madre no es una diosa excluyente, sino que, en cuanto fuente y receptáculo de vida, integraría todo lo viviente en sí, incluido el principio masculino.

Al ser fuente de la vida, la diosa también es señora de la muerte. La muerte aquí no sería negativa, sino positiva, ya que implica un paso necesario en el ciclo de la vida (ibid., p. 39). Al igual que la luna tiene etapas distintas, una de plena presencia y una de ausencia (lo que significaba la presencia y ausencia de la divinidad), la ausencia de un ser vivo, su muerte, no implica su total desaparición, sino solo su existencia en un nivel no visible de manera transitoria, y luego su reencarnación en cualquier otro cuerpo de la vida visible (ibid., p. 39). Esta idea del ciclo de la vida y la resurrección implicaba también una visión positiva de la oscuridad: el inframundo no era negativo, sino parte de la vida invisible, no algo terrible, sino algo natural (ibid., p. 39).

Es inherente a la cosmovisión de la diosa un modo de pensamiento de tipo simbólico-mítico en el que todos los elementos de la realidad (la divinidad, la naturaleza, el hombre, el animal) están hermanados (ibid., p. 45), pues hay en todos ellos una parte divina que los iguala. Puesto que no hay jerarquías y todos los hijos de la madre son iguales y divinos, todos ellos pueden representarla: cada ser vivo es la diosa en sí mismo, no hay imágenes indignas para personificar la divinidad, ni se considera que la imagen de la diosa haya de ser antropomórfica, pues no hay visión antropocéntrica de lo divino.

La diosa era señora de todos los niveles de la existencia. Del inframundo, por la conexión vida-muerte; de las aguas, por la relación entre las aguas del parto y la lluvia y el agua en general (ibid., p. 81, 88); pero también de los cielos, por lo que la diosa es a menudo representada como pájaro, o llevando dentro de sí el huevo cósmico (ibid., p. 34). También es la señora de la tierra y de los animales, de ahí que iconográficamente una de las imágenes más repetidas es la de la diosa rodeada de animales o de pie sobre ellos, imagen que perpetuará, por ejemplo, la iconografía de la Virgen María (ibid., p. 50).

Al ser los animales hijos de la diosa, como todo lo viviente, el humano sentía un temor y respeto reverencial por ellos. Eran incluso considerados más sagrados que el mismo hombre porque poseían capacidades que él no tenía (ibid., p. 52). No hay una visión negativa hacia lo animal, ni sentimiento de superioridad del hombre con respecto a la naturaleza y, por lo tanto, no existe jerarquía o dominio entre el hombre y ‘los seres inferiores’, por su cualidad de ‘materia’ ajena al ‘intelecto’, como sí sucederá en la cosmovisión de la divinidad paterna.

El surgimiento del Neolítico dota a la cultura de la diosa, que se mantiene sin grandes cambios, de una nueva dimensión, de una nueva valencia significativa: el ciclo de vida-muerte-resurrección de la diosa madre se equipara con la vida de la cosecha y con los ciclos estacionales (ibid., p. 71). A la diosa se le añade un nuevo ropaje, el de diosa de la vegetación, protectora de la siembra y la cosecha (ibid., p. 72). Durante el Neolítico surge también otro elemento relacionado con el mundo vegetal que marca un nuevo episodio en la evolución de la idea de lo divino. Se deduce a partir de los restos arqueológicos conservados que la divinidad empieza a representarse no únicamente como una figura femenina individual, sino como una figura de tipo dual: la de la diosa y su hija, y la diosa y el dios.

Son diversas las figuras de la diosa con dos cabezas, o de dos diosas con edades diferentes (ibid., p. 80). Simbolizan el origen de la vida (la madre) y su materialización en la vida concreta (la hija), o, recurriendo a una formulación que se hará más evidente en la Edad del Bronce, se trata de la oposición entre zoé y bíos, siendo zoé la vida inmutable, eterna e inmortal de la que todo surge, y bíos, la vida concreta, temporal, que se regenera continuamente (como la cosecha), pues cuando muere vuelve a la madre, a zoé, vuelve a surgir, reformulada de nuevo, como bíos (ibid., p. 80 y ss.).

El mismo significado posee la dualidad formada por la diosa y el dios. Pero aquí es importante señalar que nos encontramos con las primeras figuras que muestran la materialización del principio masculino como algo externo a la diosa, que en el Neolítico es andrógina, simbolizando en sí la unión de lo masculino y femenino. En cualquier caso, en este momento la relación del dios con la diosa se establece dentro de una dualidad que también se hará mucho más evidente en la Edad del Bronce: la relación entre la diosa y su hijo-amante (nunca hombre adulto), la dualidad zoé-bíos, en la que el dios es hijo-consorte de la diosa, en cuanto que es vida concreta y mutable que nace de la vida inmutable (ibid., p. 116).

Precisamente será la Edad del Bronce (3500-1250 a. C.) el punto culminante en la historia del culto a la diosa, ya que en este momento van a confluir cinco civilizaciones cuya religión se basa en el mito de la gran madre: Creta, Egipto, Anatolia, Canaán y Súmer/Babilonia (ibid., p. 175-181). Resulta de especial relevancia la cultura minoica, que tiene lugar en Creta entre los años 3000 y 1150 a. C. La divinidad femenina minoica es heredera de la diosa neolítica en cuanto a caracterización y simbología: es diosa de los animales, del cielo, la tierra y el inframundo. Pero hay un llamativo y nuevo elemento en la iconografía de esta diosa madre minoica: son muchas las representaciones de la diosa con un hacha de doble filo que sería el instrumento de sacrificio del toro, que simboliza al dios y la vida concreta (ibid., p. 141). Sólo las sacerdotisas podían llevar el hacha, en recuerdo del poder de la diosa y su capacidad para dar vida y quitarla (Eliade, 1978, p. 149). De nuevo, la muerte del dios-toro simboliza el renacer: el dios, que es bíos, muere cuando llega a término su existencia, idea común a muchas mitologías que se materializa en mitos como el de la muerte rey pescador, el rey anciano o moribundo (Frazer, 1944). Cuando el dios ‘viejo’ muere, vuelve a la diosa y renace como dios joven y nuevo, es decir, el dios muere como cereal viejo y renace como semilla, con toda la potencialidad de la vida (Baring y Cashford, 2005, p. 161 y ss. y 196). No es de extrañar, por tanto, que los rituales cretenses giraran alrededor del toro.

Aproximadamente alrededor de 1450 a. C. Micenas hace acto de presencia en la civilización minoica, lo que causará que se pierdan y transfiguren muchos de los aspectos característicos de la cultura de la diosa. La cosmovisión de ambas civilizaciones no puede ser más distinta. La micénica es una sociedad patriarcal y guerrera, aria. Procede de las grandes estepas y defiende aspectos completamente ajenos a la cultura mediterránea de la madre (ibid., p. 174). El choque entre estas dos culturas y modos de ver el mundo, que acaba por causar la caída de Creta y su diosa, resuena todavía en la mitología de Grecia que surge de las raíces de Creta y Micenas (Eliade, 1978, p. 154). Hay restos de la mitología de la diosa en el mito del laberinto y el minotauro (ibid., p. 148, 151) o en el ciclo mitológico de la Orestíada (Bachofen, 1987, p. 179)[3]. También en el panteón de diosas olímpicas griegas encontraríamos rasgos de la diosa madre, pero en vez de conformar una única divinidad, han sido divididos y son personificados por distintas diosas (Baring y Cashford, 2005, p. 257-58): Artemisa, diosa de la caza, señora de los animales; Atenea, personificación femenina de la sabiduría del dios masculino (Zeus); Zeus y Hera, matrimonio divino desnaturalizado en el que el poder es masculino y desaparece la oposición bíos y zoé; diosas relacionadas con la agricultura y con la tierra, como Demeter, Ceres, Gea; la relación entre la diosa y su hija en el mito de Demeter y Perséfone, al que se añade Hades, dios (no diosa) del inframundo.

Especial atención merece la fortuna de la diosa madre sumeria, Inanna, que a través de la civilización babilónica va influir en la cultura hebrea, pues tras su exilio en Babilonia, los judíos se llevarán consigo parte de la mitología relacionada con la diosa (ibid., p. 212). Tanto en Inanna como en su formulación babilónica, Ishtar (Babilonia acaba invadiendo a su vecino sumerio alrededor de 1750 a. C., adaptando su mitología), se observan ya elementos ajenos a la cultura inicial de la diosa madre que serían el resultado de diversas invasiones de tribus indoeuropeas, de mitología heroico-guerrera (ibid., p. 216).

Mientras que durante cierto tiempo se da una equilibrada lucha de poderes entre la mitología de la diosa y la extranjera, de tipo patriarcal, entre finales de la Edad del Bronce y principios de la Edad del Hierro se materializa el cambio de paradigma al que nos referíamos al principio de este trabajo: la divinidad primordial deja de ser la diosa madre, y el dios hijo-esposo asciende al puesto predominante, el de dios padre creador. Los invasores indoeuropeos y semíticos transforman o eliminan la cultura de la diosa allí donde estaba bien establecida, y es la tradición guerrera y patriarcal de estos pueblos la que ha llegado hasta nosotros a través de la mitología griega y el Antiguo y Nuevo Testamento (ibid., p. 186): el culto de los dioses celestes del relámpago, la tormenta, el sol y el fuego; el ensalzamiento del dominio y de la fuerza guerrera por encima de todo. Es aquí donde surge el esquema de polaridad entre los elementos antes unidos en la mitología de la diosa: la luz y la oscuridad se separan irreconciliablemente; se oponen vida y muerte, ya que la muerte, terrorífica para estos pueblos, supone el fin definitivo de la vida; lo sagrado abandona al hombre y a la naturaleza, la vida humana es considerada fútil, una existencia llena de culpabilidades a castigar (ibid., p. 188).

  Este nuevo paradigma de la conciencia que perdura hasta nosotros no presenta semejanza alguna con el que se ha mantenido en parte del Paleolítico, en el Neolítico, Calcolítico y Edad del Bronce. A pesar de haberse mantenido vigente durante más de 25.000 años en la conciencia humana, apenas conservamos rasgos de ese antiguo paradigma en nuestra cultura. La muerte de la diosa fue sentenciada alrededor de 1750 a. C., fecha aproximada del Enuma elish o mito babilónico de la creación, modelo del Génesis bíblico. En una sangrienta Edad de Hierro marcada por la ausencia de la dimensión sagrada de la vida y la muerte, el mito de la creación será el del dios hijo heroico que vence a la diosa transformada en monstruo (ibid., p. 336, 342 y ss.). En el Enuma elish, Tiamat es la diosa madre, origen de la vida, pero entra en conflicto con la siguiente generación de dioses: Marduk. Tiamat, encolerizada con Marduk, se transforma en dragón y es asesinada por Marduk, que de sus despojos crea el cielo y la tierra (ibid., p. 328). En este mito es el dios hijo el que se convierte en ‘dios padre creador’, triunfando sobre la naturaleza, pues la crea no a partir de sí mismo (la naturaleza sigue surgiendo de la diosa), sino como algo ajeno a él (ibid., p. 329).

La divinidad femenina que integraba la totalidad de la vida y la concepción del mundo sin límites entre el creador y lo creado, sin jerarquías o niveles entre las criaturas divinas, desaparece. La forma de ver el mundo que se impone a principios de la Edad del Hierro, que tendrá como representación máxima el Yahvé bíblico, lo que implica la separación entre el hombre y lo divino, y la dominación de las criaturas y la naturaleza por parte del hombre: “henchid la tierra; sometedla y dominad [...] sobre todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra” (Gén. 1, 28)[4].

Esto implica un cambio radical en cómo se concibe el universo, la vida y la propia identidad. La divinidad es masculina, no surge de él la vida, no la crea a partir de sí, ni la incluye en sí mismo, sino que es creada y se mantiene alejada de la divinidad. La divinidad masculina, además, posee unas características muy evidentes y completamente opuestas a las de la diosa. Si encontrábamos rastros de la divinidad femenina en todo lo viviente, el dios masculino es trascendente y no inmanente (Baring y Cashford, 2005, p. 493), es decir, no está presente en lo que vemos, sino más allá de la realidad, lo que implica que no hay nada divino en lo real. Esto supone que el conocimiento de esta divinidad masculina es abstracto, mental, espiritual y no puede ser conocida o experimentada a nivel corpóreo, ya que, aunque algunas religiones lo representen físicamente de manera antropomórfica, en realidad la divinidad masculina no tiene forma natural, no es naturaleza, es transustancial e irrepresentable (ibid., p. 474).

No obstante, sí perviven recuerdos de la cultura de la diosa en la Biblia, aunque su significado se vuelve negativo: los monstruos existentes en el mundo en el momento de la creación, que Yahvé aparta sin mucho problema (ibid., p. 476); también la continua presencia, como una sombra, de la diosa mesopotámica, pues, tras el exilio, muchos israelitas todavía simpatizan con el culto de la diosa madre Inanna/Ishtar (ibid., p. 212); o la presencia de las diosas cananeas, cuyo culto se había mantenido en las clases bajas de la sociedad hebrea no deportada a Babilonia (ibid., p. 506). Yahvé y su pueblo buscarán establecer su identidad y su sitio físico y espiritual frente a otros pueblos y sus religiones, en este caso, la religión de la diosa, que será demonizada, lo que traerá importantes consecuencias: la separación definitiva de lo masculino y lo femenino, la caracterización de lo primero como el bien, la vida, el espíritu, la luz, el orden, la mente; y de lo femenino como el mal, la muerte[5], la oscuridad, el caos, la materia, el cuerpo (ibid., p. 333).

La presencia femenina más evidente en la Biblia es la de Eva. La configuración de esta figura en el mito de la creación marca para siempre la definición de lo femenino en la cultura del Padre, visión opuesta a lo que era lo femenino en la cultura de la diosa. Recordemos que la perversa Eva de la Biblia es creada a partir de Adán, y, por lo tanto, copia de segunda de lo divino: es Adán y no ella el que está hecho a imagen y semejanza de Dios (Gén. 5, 22). Eva es sí, madre de los hombres, pero no una madre divina-creadora, sino una mujer mortal creada que transmite el pecado; no es dadora de vida, sino causa de muerte, pues la muerte es el castigo divino impuesto por su falta (ibid., p. 553). Es, además, paradigma de lo femenino negativo, e implica también el rechazo de lo femenino en cuanto materia, naturaleza, y por lo tanto, la negación del cuerpo y de la sexualidad, aspectos todos ellos considerados sagrados en el ideario de la diosa madre (ibid., p. 333).

 

3. Los aspectos femeninos de la divinidad en la mística de las Tres Culturas

 

Apunta Gershom Scholem que

la función suprema de la religión es destruir la soñada armonía entre el hombre, el universo y Dios, aislar al hombre de los demás elementos del estadio onírico de su conciencia mítica y primitiva. Porque, en su forma clásica, la religión supone la creación de un profundo abismo, concebido como absoluto, entre Dios –el ser infinito y trascendente- y el hombre, la criatura finita (1996, p. 20).

 

La situación que refleja Scholem es consecuencia del cambio de paradigma en la conciencia que supone el paso de una divinidad totalizadora, que es la misma vida e incluye en sí misma la creación, a una divinidad que ‘hace’ el universo, pues existe antes que la creación y separada de ella. Bien consciente de este abismo entre el hombre y lo divino, la mística no deja de buscar el camino oculto que le permita “recuperar la antigua unidad que la religión ha destruido, pero en un nuevo plano, donde el mundo de la mitología y el de la revelación coinciden en el alma del hombre” (ibid., p. 20).

La mística constituye, por tanto, un intento de recuperar esa antigua plenitud de la experiencia directa de la divinidad, experiencia emocional que anula la individualidad del sujeto y lo reduce al estado de criatura, feliz estado marcado por la certeza de que todos somos parte de lo divino y estamos hermanados, experiencia definitiva para la que no se necesitan leyes, normas o instituciones.

Aunque las corrientes y autores místicos que vamos a tratar surgen dentro de tradiciones monoteístas y patriarcales, su manera de buscar y experimentar lo divino nos recuerda a la religiosidad de la diosa madre, de ahí que, como veremos, se haga presente en estas corrientes místicas una dimensión femenina de lo divino, así como simbología, imágenes y temáticas asociadas a la cultura de la diosa. Ese será precisamente el orden a seguir en nuestra exposición, explicitaremos cómo se hace presente lo femenino en la concepción mística de la divinidad de las Tres Culturas y luego, a través de ejemplos de literatura mística de distintos autores, trataremos detenidamente los paralelismos entre el pensamiento místico y la religiosidad de la diosa madre.

Queremos puntualizar, antes de continuar, que somos conscientes de que no se puede hablar de ‘la mística’ en abstracto, sino de fenómenos místicos concretos vinculados a un contexto religioso determinado y a un imaginario cultural particular (Arduini, 2004, p. 113-114). No obstante, nos vemos obligados a pasar tal cosa por alto para centrarnos en el objeto de nuestro interés. Eso es lo que ha determinado la elección de autores y obras, así como el dejar a un lado místicas orientales o grecolatinas, ya que en ellas el contraste entre la cosmovisión masculina y femenina de lo divino no siempre es tan clara.

 

 3. 1. El Cristianismo gnóstico, Sofía y la Virgen María

 

En la tradición cristiana se hace evidente esa dimensión femenina de lo sagrado en el Cristianismo primitivo, en particular en las corrientes gnósticas cristianas de los siglos I al IV (en el siglo IV el misticismo gnóstico es acusado de herejía y perseguido por el emperador Constantino). Aquí nos encontramos con la figura de Sofía, el Espíritu Santo como sabiduría, algo no presente en el Cristianismo oficial, en el que todos los elementos de la Trinidad son masculinos, incluido el Espíritu Santo: lo femenino, en cuanto materia inferior, no puede relacionarse con lo espiritual superior (Baring y Cashford, 2005, p. 695). Es muy común, en cambio, en los evangelios gnósticos (el Apócrifo de Juan o el Evangelio de los egipcios), la formulación de la trinidad divina como Padre, Madre e Hijo. El Padre Divino sería, no obstante, la fuente primordial de donde habría surgido la Madre Divina, Madre de todo (García Muñiz, 2010, p. 54-57). Esta Sofía Superior tendría su contrapartida en el mundo inferior, en la tierra: la Sofía Inferior, su descendiente, que se puede interpretar como el alma humana (Textos gnósticos I, 2007, p. 221), o como Eva (García Muñiz, 2010, p. 78), como se aprecia en el poema gnóstico Trueno: intelecto perfecto. En este breve fragmento se hace evidente la doble descripción de lo femenino como la Sofía Superior e Inferior (ibid., p. 70-88):

 

Yo soy la que he sido enviada desde el poder y he venido hacia los que piensan en mí y he sido encontrada en los que me buscan [...]

¡Alerta! No me ignoréis. Pues yo soy la primera y la última, la honorable y la despreciable, la prostituta y la respetable, la esposa y la virgen, la madre y la hija, los miembros de mi madre, la estéril y la que tiene muchos hijos. Yo soy la que tiene un matrimonio importante y no tomé marido, la comadrona y la que no da a luz, el consuelo de mis sufrimientos, la novia y el novio; y mi marido fue quien me engendró. Yo soy la madre de mi padre y la hermana de mi marido; y él es mi vástago (Textos gnósticos I, 2007, p. 499-500).

 

 Su historia, en cualquier caso, explica la conexión y separación del hombre y lo divino, ya que la Sofía Inferior pierde el contacto con su origen divino y vaga perdida sobre la tierra, ahora una suerte de laberinto oscuro, pues “una cortina o barrera se alzó entre los mundos de la luz y de la oscuridad, imposibilitando el retorno de Sofía con sus padres” (Baring y Cashford, 2005, p. 703). Finalmente será Cristo, descendiente del Padre Primordial y la Sofía Superior, el enviado a calmar los llantos de la Sofía Inferior, recordándole su origen divino y reintegrándola al reino paterno (ibid., p. 703).

En el Cristianismo oficial la situación es bien diferente. Más allá de Eva, la otra referencia femenina de importancia es la Virgen María, madre de Dios. Hay varios aspectos de la caracterización de la Virgen que nos recuerdan a la simbología de la diosa madre. Por ejemplo, la iconografía de la Virgen coincide en muchos aspectos con la iconografía de diversas manifestaciones de la divinidad femenina: es común representar a la Virgen con el niño en brazos, como era el caso, por ejemplo, de diosa madre en su forma egipcia, Isis; es común, también, representarla de pie sobre animales o rodeada de ellos, tal y como se representaba a ‘diosa de los animales’. Como todas las manifestaciones histórico-culturales de la diosa madre, es virgen y madre, su hijo es un ser medio humano y medio divino, que muere para renacer (ibid., 620). Pero ella no es el origen de la vida divina, sino el receptáculo de lo divino: Cristo. Es el hijo el que hace sagrada a la madre, es decir, la Virgen no es zoé, no es la representación de la totalidad de la vida sagrada (ibid., p. 626). Esto se explica más claramente si tomamos en consideración los diferentes atributos de la Virgen. Como la divinidad femenina, María es señora y protectora de las aguas y los mares; está conectada con el inframundo mediante su hijo, que muere y resucita; y es reina de los cielos, pero no es ‘reina de la tierra’, y esto es determinante. Se elimina de la figura de María la conexión con la regeneración cíclica de la vida orgánica, reafirmando así la negación de lo sagrado en lo físico, reafirmando la supremacía del espíritu sobre la materia, nunca divina en el Cristianismo (ibid., p. 644).

No obstante, a pesar de la reticencia de los Padres de la Iglesia, la figura de la Virgen ha ido, siglo tras siglo, recuperando su importancia en la devoción popular, y es ahí, en la expresión más emotiva de la religiosidad, en el imaginario de artistas y creadores, donde la Virgen ha recuperado en cierta manera la dimensión terrestre que la teología le ha negado. Véase este fragmento del bizantino Himno Akátistos de la madre de Dios (s. VI), donde se describe a María con la simbología de los ciclos naturales y agrícolas:

Salve, oh cepa de inmortal retoño.

Salve, oh bien de inmarcesible fruto.

Salve, oh labradora del amante Labrador de hombres.

Salve, oh campo fecundo raudal de compasión.

Salve, oh mesa repleta de expiación en abundancia.

Salve, porque renuevas el prado de las delicias.

Salve, porque aderezas el puerto para las almas [...]

Salve, esposa y doncella.

(Himno Akátistos de la madre de Dios, 2003, p. 32).

 

Obsérvese la equiparación de la Virgen con elementos que pertenecen al campo semántico de la naturaleza fecunda y la agricultura: la Virgen es cepa que retoña, fruto, labradora y su hijo Labrador, fecundo raudal, mesa abundante, renovadora... simbología toda ella, relacionada con el aspecto cíclico de la naturaleza fértil.

 

3.2. El aspecto femenino de lo divino en el misticismo de la Cábala: la Jokmáh y la Sekináh

 

¿Qué rastros quedan de la divinidad femenina en la religión judía? Una vez más la presencia de lo divino femenino se aprecia en las corrientes místicas del Judaísmo, en particular en la Cábala. Si en el caso del Cristianismo teníamos la materialización en imagen de ese aspecto femenino de lo divino en la Virgen María, en la Cábala judía los aspectos femeninos de la divinidad serán solo de tipo abstracto. Tenemos que hablar aquí de la Jokmáh y la Sekináh, aspectos femeninos de la divinidad masculina que es Yahvé.

La Jokmáh es, como la ‘Sofía’ gnóstica, la sabiduría de Dios, y antes de ser entregada al rey Salomón para que impartiera justicia, era la esposa de Dios. Así se nos habla de la relación entre la Jokmáh y Yahvé en el Sefer ha-Bahir (El libro de la claridad), del siglo XII:

 

A causa de su gran amor por ella la llama, a veces, «mi hermana», puesto que provienen del mismo lugar. Otras veces, en cambio, la llama «mi hija», puesto que también lo es. Otras más, simplemente, «mi madre» (Sefer ha-Bahir, 1992, pp. 60-61).

 

Yahvé y la Jokmáh procederían del mismo lugar y estarían íntimamente unidos, lo que nos recuerda a la unidad divina primordial de lo femenino y masculino en el matrimonio divino del dios y la diosa. Lo femenino aparece, de nuevo, en formulación triádica, es tanto madre de Dios, como su hermana (hermana-esposa) y, sorprendentemente, su hija. No es aquí lo masculino hijo de lo femenino, sino lo contrario. No se da, pues, la oposición entre bíos zoé que caracteriza la cosmovisión de la diosa y, aunque ese aspecto femenino se simbolice mediante las tres fases cíclicas de la naturaleza femenina, no debemos olvidar que, en último término, la Jokmáh es una entidad abstracta que proviene del Dios masculino, no es ‘la sabiduría’, sino ‘Su sabiduría’.

Otro elemento característico de la Jokmáh es su función de mediadora, como la Virgen María, entre Dios y los hombres. Recordemos que en la cosmovisión de la diosa madre no es necesaria la mediación entre el hombre y lo divino, ya que ambos aspectos se funden en uno: de lo divino nace lo humano y hay chispa de lo divino en todo hombre. En la formulación institucional de la religión del Dios Padre encontramos ese abismo insalvable entre el hombre y lo divino, y la necesidad de un mediador. Esa mediación va a venir de la esfera de lo femenino: “toda vez que el hombre haga justicia la sabiduría divina morará en él: le ayudará y acercará al Creador. Cuando el hombre deja de ser justo, la sabiduría se aleja de él y de Dios” (Sefer ha-Bahir, 1992, p. 62). Si el hombre actúa debidamente, siendo justo, habitará en el la Jokmáh y ella le acercará a Dios, no obstante, si el hombre deja de actuar con rectitud y justicia, la Jokmáh se alejará del hombre, alejándolo, a su vez, del creador; pero en ese proceso también se aleja la Jokmáh de Dios, repudiada. Esta idea queda más evidenciada si analizamos cómo se caracteriza la otra emanación de Yahvé que aparece como femenina: la Sekináh, la presencia de Dios. En el Sefer ha-Bahir se nos explica la naturaleza de la Divina Presencia mediante la siguiente parábola:

 

Eso es comparable a un rey que tenía una esposa muy bella, de la cual tuvo hijos que amaba y educaba. Pero éstos se desviaron del camino recto. Entonces el rey comenzó a despreciarlos y a rechazar a la madre. Ésta, conmovida, se acercó hasta sus hijos y les dijo: Queridos míos, ¿por qué os conducís así causando el desprecio y el rechazo de vuestro padre? Tras esa reconvención, los hijos se arrepintieron y volvieron al camino trazado por el padre. Viéndolo, éste volvió a amarlos como antes y a considerar con otros ojos a su esposa (Sefer ha-Bahir, 1992, p. 70).

 

La Sekináh sería también esposa de Dios, y de ella habría nacido lo humano, pues del ‘gran fuego’ de la Sekináh surge el alma humana (Scholem, 1996, p. 102); pero, cuando el fruto de la Divina Presencia, el hombre, no actúa debidamente, Dios rechaza tanto a los hijos, como a la madre. Solo cuando estos vuelven a obedecer el designio divino, el camino trazado por el padre, recuperan el amor de Dios los hombres y la Sekináh la consideración y dignidad que se merece. A pesar de que la Sekináh sea la presencia de Dios, no hay que pensar en que al despreciar la Sekináh, Dios se está rechazando a sí mismo. Se trata más bien de romper los hilos que le unen al ser humano, de negar la posibilidad de su presencia al hombre, pues este no la merece.

Aclara un poco más esta cuestión lo que en el Zohar (El libro del esplendor, s. XIII) se nos explica sobre la Sekináh. Para que lo divino pueda hacerse presente en los mundos inferiores, la esencia de Dios ha de debilitarse y así “permitir a las almas, a los ángeles y a los mundos materiales subsistir” (Zohar, 2002, p. 79). No es Dios tal cual el que desciende al mundo de los hombres, sino una versión suavizada de él, ya que ni el hombre ni el mundo podrían soportar la omnipotencia plena de lo divino. Esa versión suavizada, esa parte divina debilitada, es la Sekináh y es ella la que desciende sobre los hombres, mientras Dios se mantiene a distancia: “la Sekináh ha bajado ya diez veces sobre la Tierra, no así el Santo, bendito sea, pues la Creación es obra de la Sekináh y ésta se ocupa como una madre de sus hijos” (Zohar, 2002, p. 79). La Sekináh es la mediadora entre el cielo y la tierra, es la madre del hombre, su creadora, y se ocupa de él solícitamente; no Dios, que permanece alejado. Al igual que en el caso de la Jokmáh, las malas acciones y los pecados del ser humano tienen como consecuencia que la Sekináh abandone al hombre:

 

Recordad que cuando Israel vivía en Tierra Santa, todo estaba en su estado natural […] Pero cuando Israel hubo mancillado la Tierra Santa con sus pecados, expulsó –si puede decirse así- la Sekináh de su residencia. Por esto los demás pueblos dominan a Israel (Zohar, 2002, p. 84).

 

Pero también esa maldad humana provoca que Dios se aleje de la Sekináh: “cada pecado del hombre crea un demonio, éstos se interponen entre el Santo, bendito sea, y la Sekináh” (Zohar, 2002, p. 83), y separada de Dios por los pecados de los hombres, la Sekináh se sacrifica y acepta este dolor para preservar el libre albedrío humano (Zohar, 2002, p. 83).

 

3.3. Aspectos femeninos de la divinidad en la mística sufí[6]

 

Pasemos ahora al ámbito islámico. Sorprende aquí el hecho de que la presencia femenina no sólo se hace evidente al hablar de lo divino, sino que en la realidad misma, en los diferentes elementos de la creación, hay también una dimensión femenina que coexiste con la masculina, recuperando así la idea de la coimplicación en unidad de lo masculino y lo femenino. Señala Sachiko Murata que en el pensamiento islamista en general, y en el pensamiento sufí en particular, se entienden las cosas mediante cualidades opuestas (2001, p. 271). De hecho, nuestra experiencia diaria se compone de parejas de opuestos que se explican mutuamente:

podemos hablar del cielo y la tierra, la noche y el día, la luz y la oscuridad, arriba y abajo, derecha e izquierda, pasado y futuro, sutil y denso, unidad y multiplicidad, espíritu y cuerpo, varones y mujeres, grande y pequeño, etc. (ibid., p. 271).

 

El hombre y la mujer, lo masculino y lo femenino, serían una de esas parejas de opuestos coimplicantes, es decir, que sería imposible tomar de manera aislada el uno sin el otro: las mujeres se entenderían en relación a los varones y también los varones se entenderían en relación a las mujeres (ibid., p. 274).

Este sistema de opuestos, incluido el de lo masculino y lo femenino, se utiliza para describir la realidad y lo divino. En numerosos autores sufíes se explica el universo mediante una serie de elementos que se organizan jerárquicamente desde lo más elevado, Dios, hasta lo más bajo, el mundo (ibid., p. 275). Esos elementos son duales, se describen por parejas de opuestos, como la pareja masculino/femenino. De hecho, un elemento se describiría como femenino o masculino teniendo en cuenta su relación con otros elementos de la jerarquía: cada elemento sería femenino en relación con el elemento anterior y masculino en relación con el elemento posterior, de tal modo que se “ven todas las criaturas simultáneamente como masculinas y como femeninas, según los atributos y relaciones que tengamos en cuenta al hablar de ellas” (ibid., p. 275).

Al-lâh también estaría “dotado de muchos pares de opuestos que se complementan mutuamente” (ibid., p. 272), incluido el masculino/femenino. La divinidad tendría, por tanto, cualidades que se entienden como masculinas y otras que se entienden como femeninas: “Dios es masculino en cuanto que es el Colérico, el Riguroso, el Poderoso, el Mortificador, el Humillador. Es femenino como el Misericordioso, el Amable, el Receptivo, el Vivificador, el Exaltador” (ibid., p. 274).

Pero el punto más importante que señala Murata es que, para el sufí, la ‘esencia de Al-lâh’ (dzât) es femenina, pues “en su mismo ser, Dios es fundamentalmente receptivo, aceptador, misericordioso y compasivo” (ibid., p. 275). Es más, de nuevo esta parte más femenina de lo divino sería la más fuertemente vinculada al ser humano, pues, continúa Murata, “esta naturaleza maternal de Dios es la que dice la última palabra sobre sus criaturas” (ibid., p. 275). 

Dicho esto, veamos cómo se manifiesta esta idea en la literatura mística, tomando como ejemplo este fragmento del místico murciano Ibn ‘Arabî (1165-1240):

 

Arrulla la paloma (acollarada) y (el amante) tiernamente gime,

en su pena entristecido.

[…]

Mientras el dolor caminaba de nuestra mano, me dirigí a ella.

¡Y era invisible aunque yo (bien real)!

[…]

¡La distancia en el amor es mi asesina!

Mas, ¡hasta el más difícil de los amores con el reencuentro se hace llevadero!

¡En qué se me puede censurar si la amo!

¡Allá donde esté, qué adorable y bella es! (2002, p. 130).

 

Puesto que hay elementos femeninos en Al-lah, es perfectamente factible que, en la mística sufí, a veces el Espíritu Divino (la amada invisible) aparezca como femenino, presentando una inversión de la habitual situación del alma como amada femenina y Dios como amante/amado masculino. Una formulación semejante encontramos, siete siglos después, en este poema del maestro sufí Al-Alawi (1869-1934) dedicado a Laylâ, que significa noche y que representa aquí la Esencia Divina (Lings, 2008, p. 75, nota 32):

Muy cerca fui de donde mora

Laylâ, cuando oí su llamada.

Esa voz, ¡ojalá la oyera siempre!

Ella me favoreció, y me atrajo hacia sí,

Me hizo entrar en su recinto,

Con palabras de intimidad me habló.

Me hizo sentar a su lado, y más todavía se acercó,

Y retiró el manto que de mí la ocultaba,

Sumiéndome en la maravilla,

Confundiéndome con su belleza.

Me tomó y me deslumbró,

Y me ocultó en lo más secreto de sí,

Hasta que pensé que ella era yo,

Y mi vida tomó como tributo.

Ella me cambió, me transfiguró,

Y me marcó con su signo especial,

Me estrechó contra sí, me concedió un privilegio único.

Me nombró con su nombre.

Después de matarme y desmenuzarme

Empapó de su sangre los fragmentos.

Luego, después de mi muerte, me resucitó:

Mi estrella brilla en su firmamento.

¿Dónde está mi vida, dónde está mi cuerpo,

Dónde mi alma obstinada? Su verdad,

Desde ella, irradió hacia mí,

Secretos que para mí estaban ocultos.

Mis ojos nunca han visto más que a ella:

No pueden dar fe de nada más.

Todos los significados en ella están comprendidos.

¡Gloria a su Creador!           

Para ti, que quisieras describir la belleza,

Aquí hay algo de su resplandor.

Tómalo de mí. Es mi arte.

No lo tengas por cosa vana.

Mi Corazón no mintió cuando divulgó

El secreto de mi encuentro con ella.

Aun si la proximidad se borra,

En su subsistencia subsisto todavía (Al-Alawi, 2008, p. 75).

 

Obsérvese aquí la relación de intimidad que se establece con lo divino. Es la amada (la Divinidad) la que llama al amado, es ella quien lo atrae y le permite entrar en su recinto, mostrándole sus secretos ocultos. Se produce una fusión con lo divino que se expresa, como es habitual en la mística, mediante un lenguaje que remite a lo erótico-amoroso (trataremos esta cuestión más adelante en este trabajo). Se trata aquí también la anulación del yo en la fusión con lo divino (‘ella era yo’, ‘me nombró con su nombre’) tan propia de la mística. No obstante, llama poderosamente la atención la mención del sacrificio orgánico (‘después de matarme y desmenuzarme’), que aparece explicitado de una manera que nos hace pensar en la muerte de la vida concreta (bíos) del amado, a manos de la divinidad (la amada), para convertirle en vida perenne (zoé), permitiéndole incorporarse a la propia divinidad (‘me resucitó:/mi estrella brilla en su firmamento’). Ya no tiene el amado su vida, su cuerpo o su alma obstinada, ahora no puede ver o sentir otra cosa que no sea la Divinidad, porque ahora es la Divinidad (‘en su subsistencia subsisto todavía’).

 

4. La mística y la religiosidad de la divinidad femenina

 

Iniciamos aquí un segundo apartado, en el que, como ya se ha dicho, trataremos de explicitar los puntos de confluencia entre la mística y la religiosidad de la Diosa Madre. Para ello nos centraremos en tres aspectos: la naturaleza no-racional de la experiencia mística, su expresión mediante un lenguaje retórico-simbólico y la temática recurrente de la integración de lo diverso sagrado en la unidad divina.

 

4.1. La mística como experiencia emocional ajena a lo racional

 

En todas las religiones ha habido momentos de evidente racionalismo en los que se ha tratado de entender y probar mediante la lógica la existencia y naturaleza de Dios. Un claro ejemplo, en el caso del Cristianismo, serían la Patrística y la Escolástica medievales, que defienden que el conocimiento de lo divino por parte del alma ha de realizarse mediante “el entendimiento y la razón” (Agustín de Hipona, 1956, p. 159), y que buscan la certeza, la explicación y la justificación lógico-racional de la existencia de Dios mediante complicados silogismos.

Frente a esta racionalización de la experiencia religiosa se yergue la mística. Ningún autor místico, pertenezca a la religión a la que pertenezca, necesita una sola prueba lógica o racional de la existencia de Dios. El místico sabe que Dios existe, lo ha sentido, lo ha visto, lo ha tocado.

De ahí que diga Rûmî (1207-1273) que “los sabios de nuestro tiempo hilan muy fino en sus investigaciones; conocen perfectamente lo que no les atañe y abarcan toda ciencia. En cuanto a su propia persona, todo lo ignoran” (Vitray Meyerovitch, 2004, p. 79), y es que, si conocerse a sí mismo es conocer a Dios (Murata, 2001, p. 279), aquellos que piensan y no sienten, recorren el camino del conocimiento externo y no interno. No pueden llegar, por lo tanto, a lo Divino.

El conocimiento de Dios saca al hombre de sus cabales, de su racionalidad, como dice Al-Hallaj (c. 858-922): “Es Dios quien provoca el éxtasis divino/aunque la sagacidad de los maestros no lo entienda” (2005, p. 58). El único camino que permite un verdadero conocimiento de lo Divino, para el místico, es el camino emocional, el camino del amor, y así lo evidencia Santa Catalina de Génova (1447-1510) en un momento de sus Diálogos espirituales en el que Dios le dice al alma lo siguiente:  

 

Mi amor se conoce mejor por sentimiento interior que por ninguna otra vía; para adquirirlo es preciso que el amor, por su obra, separe al hombre del hombre, pues el hombre es para sí mismo su propio impedimento. Este amor consume y aniquila la malignidad, y hace a la criatura apta para conocer y entender un día lo que es el amor (Mujeres místicas. Siglos XV-XVIII, 1998, p. 23).

 

Por supuesto, esta vivencia de fusión con el amor divino implica, necesariamente, una enorme dificultad para transmitir y comunicar a otros la experiencia vivida por el místico. Recordemos que se trata de un proceso en el que se pierde la noción de la propia identidad, así como del tiempo y el espacio. Esa sensación de tiempo detenido y pérdida de la conciencia la testimonia San Juan de la Cruz (s. XVI) en el siguiente fragmento de “Entréme donde no supe”:

 

Estaba tan embebido,

tan absorto y ajenado,

que se quedó mi sentido

de todo sentir privado,

y el espíritu dotado

de un entender no entendiendo,

toda ciencia trascendiendo (Juan de la Cruz, 1991a, p. 71).

 

También la mística y misionera francesa María de la Encarnación (1599-1672) habla de manera semejante de ese lugar en el que el alma se funde con Dios:

Es como un cielo, en el que goza de Dios, y le sería imposible expresar lo que sucede allí dentro. Es un concierto y una armonía que sólo pueden saborear y oír quienes tienen dicha experiencia y la gozan. Es preciso preservar este secreto; hasta tal punto sobrepasa toda expresión, y todo lo que de él se diga parece bajo y defectuoso en comparación con lo que es (Mujeres místicas siglos XV-XVIII, 1998, p. 66).

 

Retomando el hilo de nuestra argumentación, las relaciones entre la mística y la cosmovisión de la divinidad femenina, hemos de decir que son muchos los elementos vistos aquí que recuerdan al tipo de experiencia de lo divino que implica la religión de la Diosa. Se ha hablado ya del cambio de conciencia que implica el paso de la cosmovisión religiosa femenina a la masculina: separación entre la Divinidad y lo creado, instauración de un orden jerárquico entre lo viviente, la no unidad plena con lo Divino. Esta separación implica que el ser humano mantiene su individualidad al enfrentarse con lo Divino, no hay una implicación, ni pérdida del yo, por lo que el sujeto, desde la distancia, puede ser objetivo y analítico para explicar y exponer las relaciones entre el hombre y lo Divino. La situación opuesta la encontramos en la mística, donde la naturaleza de la relación con la Divinidad viene marcada, como sucedía en la religiosidad de la diosa, por la unión y pertenencia total. Aquí la personalidad propia se anula, los límites del yo se pierden, muere el sujeto para ‘ser’ verdaderamente en la Divinidad. Se actualiza en la mística la relación entre bíos y zoé, la desaparición de la vida concreta para volver a ser vida total y perenne con Dios. Esta formulación puede aparecer representada de manera tradicional haciendo referencia a la voluntaria y gozosa anulación del yo en la totalidad que lo inunda todo, tal y como la encontramos en las siguientes palabras de la mística visionaria Margarita Porete (c. 1250-1310):

 

He dicho: lo amaré;

¡miento, yo no estoy!

Él es el único que me ama:

¡él es, yo no soy!

Y ya nada me importa… (Mujeres místicas. Época medieval, 1998, p. 71).

 

Podemos observar en este fragmento del Fruto de la nada, del Maestro Eckhart (1260-1328), un contraste más evidente entre la vida concreta, temporal, mortal (la del nacimiento como ser individual) y la vida eterna y perenne (la del no nacimiento, la que implica no haberse desgajado y diferenciado de lo Divino):

Por eso soy la causa de mí mismo según mi ser, que es entero, no según mi devenir, que es temporal. Y por eso soy no nacido y en el modo de mi no haber nacido no puedo morir jamás. Según el modo de mi no haber nacido que he sido eterno y lo soy ahora y lo seré siempre. Lo que soy según mi nacimiento debe morir y aniquilarse, pues es mortal; por eso debe desaparecer con el tiempo (1998, p. 80).

 

Un paso más en esta idea, que nos recuerda ya de manera evidentísima a la muerte de bíos para volver a zoé, lo constituye este revelador poema de Al-Hallaj (c. 858-922):

Matadme, mis fieles camaradas, que en mi muerte está mi Vida,

pues mi muerte es vivir y mi Vida es morir.

La abolición de mi ser es para mí el más noble de los dones,

y sobrevivir como soy, el peor de los errores.

Mi alma aborrece mi vida, entre todas estas ruinas.

Matadme, pues, y quemad mis huesos mortales;

y al pasar junto a mis restos, entre tumbas olvidadas,

encontraréis el secreto de mi Amigo entre los pliegues de los que sobreviven.

Soy un patriarca, y del rango más alto,

luego me hice niño, en el regazo de las nodrizas,

reposando bajo la losa de una tumba en tierras salinas.

Mi madre dio a luz a su padre,

ésta es una de mis maravillas,

y mis hijas, a las que yo engendré,

se han convertido en mis hermanas;

no es éste un hecho del tiempo

ni en él ha mediado adulterio.

Reunid, pues, mis partes,

extrayéndolas de cuerpos cristalinos,

de aire, de fuego y agua pura,

sembrad completamente una tierra baldía,

y regadla luego haciendo circular las copas

de sirvientas que escancian

y de arroyos que corren.

Y, al cabo de siete días, germinará una planta perfecta (2005, p. 36).

 

Hace aquí referencia Al-Hallaj a la necesaria ‘abolición del ser’, que sería un don, mientras que la supervivencia como ser individual es un error. En una formulación que nos recuerda al poema gnóstico Trueno: intelecto perfecto, se nos hace referencia a la indeterminación orgánica dentro de lo divino, a la existencia totalizadora en la que todos los seres son iguales en base a su compartida esencia divina, solo así puede el patriarca pasar a ser niño, la madre dar a luz al abuelo, la hija ser hermana del padre... todos ellos unidos en un tiempo sin tiempo en lo Divino. Más evidente es todavía la última parte del poema, en la que del cuerpo sacrificado y despedazado nace nueva vida, como era sacrificada y despedazada la vida concreta (el díos masculino, bíos) para volver a la vida total y perenne (la divinidad femenina, zoé). Aquí esos pedazos no son sólo de carne, sino también están constituidos por los otros elementos de la creación (aire, agua, fuego), parte también de la unidad de lo Divino, y todo ello, sembrado, devuelve la vida a la tierra yerma. Como en el ciclo de renovación de la vida por el que el cereal viejo muere para nacer como semilla, de los restos del creyente surge una nueva forma de vida divina, esta vez vegetal, dando cuenta de la circularidad de la vida y de la integración de la vida individual, sea humana, animal o vegetal, en el Todo.

Se trata, por tanto, no del concepto tradicional de la muerte de la vida física para la resurrección espiritual -“Se siembra cuerpo animal y se levanta cuerpo espiritual” (1Cor. 15, 44)-, sino de la resurrección dentro de la Divinidad como Divinidad y tal cosa puede vivirla el místico en vida. De ahí, por ejemplo, este dicho del maestro jasídico el Baal Shem Tov (Israel Ben Eliezer, s. XVIII): “Si yo amo a Dios, ¿qué necesidad tengo de un mundo venidero?” (Buber, 1996, p. 109).

 

4.2. El lenguaje simbólico-metafórico: la relación entre el cuerpo y el alma

 

Una vez acabada la experiencia de unión con Dios en la que el sujeto pierde su conciencia, surge para el místico otro problema: la incapacidad del lenguaje para dar cuenta de la experiencia vivida en el éxtasis. Lo resume magníficamente la mística sufí Râbi’a (s. VIII):

 

   En verdad, ¿cómo puedes describir una cosa cuando en su presencia te aniquilas, en su existencia te disuelves, en su contemplación te deshaces, en su pureza te embriagas?

   ¿Cuando, curado de ella, abandonado a ella, estás colmado, y gozoso a causa de ella ardes de amor?

   La grandeza hace que la lengua enmudezca. La perplejidad impide al cobarde expresarse. Los celos hurtan las miradas a las criaturas. El asombro prohíbe a la mente toda certeza.

   No hay entonces sino asombro continuo, sorpresa incesante, corazones errantes, secretos ocultos, cuerpos agotados. Y el amor, con su poder inflexible, gobierna los corazones (2004, p. 88).

 

Una experiencia emocional en la que el sujeto pierde su conciencia individual no puede ser traducida a un lenguaje objetivo o racional. El camino de la mística ha de ser otro: el del lenguaje figural o simbólico, el del lenguaje poético, ya que el Espíritu Santo “habla misterios en extrañas figuras y semejanzas” (Juan de la Cruz, 1991b, p. 10). Por eso la mística no se hermana bien con la teología filosófica y sí con la expresión literaria, recordemos la preferencia por las formas líricas de la mayoría de los místicos, o el gusto, en Sufismo y Jasidismo, por el cuento como forma de comunicación (Fernández, 2005, p. 4-5).

Una muestra evidente de la necesidad de comparaciones, analogías y semejanzas, es decir, de la necesidad de un lenguaje retórico-simbólico que entra en juego cuando el ser humano se enfrenta a realidades intangibles que ha de asimilar en términos de realidades conocidas (Blumenberg, 2003, p. 13), lo constituye la metaforización del encuentro con lo Divino en términos de la relación amorosa, la experiencia que nos resulta más conocida y cercana a la idea de la fusión de dos seres en uno.

La vivencia mística aparece, así, fisicalizada, expresada con el lenguaje del ámbito erótico-amoroso, en diferentes grados de intensidad, desde los más delicados, como estos ejemplos de Al- Hallaj: “Tu imagen está en mi ojo/Tu recuerdo en mis labios” (2005, p. 110) o Ibn Gabirol (s. XI): “Te deseo en todas mis auroras y crepúsculos/ extiendo hacia ti mis manos y mi faz” (Fernández Molina, 2006, p. 5); hasta los más ardientes, como este fragmento de la beguina Hadewich de Amberes (c. 1240):

 

Deseaba la plena fruición de mi Amado, conocerlo y gustarlo plenamente, con todo lo que le pertenece; deseaba gozar en su totalidad de su humanidad unida con la mía y que la mía, afianzada en la suya, fuera más fuerte y ganase firmeza y poseyera firmeza, pureza y unidad suficiente para satisfacerle [...] experimentar así nada más que el dulce amor, las caricias y los besos. Así deseaba yo que Dios se me entregase y poder darle satisfacción (Cirlot y Garí, 2008, p. 87).

 

O este otro de Matilde de Magdeburgo (s. XIII):

¡Oh Dios, Tú que te derramas en tu don!

¡Oh Dios, Tú que fluyes en tu amor!

¡Oh Dios, Tú que ardes en tu deseo!

¡Oh Dios, Tú que te fundes en la unión con tu amado!

¡Oh Dios, Tú que reposas entre mis pechos, sin Ti no puedo ser!   

(Mujeres místicas. Época medieval, 1998, p. 37)[7].

 

Lejos de sentir extrañeza hacia esta fisicalidad tan apasionada de la experiencia mística, hemos de tener en cuenta que hablar de la experiencia religiosa en términos sexuales no desacraliza lo religioso, sino que devuelve a lo sexual su dimensión sagrada, ya que sexualidad y religiosidad estaban unidas en las primeras etapas del desarrollo cultural del ser humano (Bataille, 2007, p. 229), es más, hay una relación entre el sacrificio religioso y la relación sexual (ibid., p. 94 y ss.), lo que se llena de sentido si lo interpretamos a partir de la cosmovisión de la diosa madre: el sacrificio, esto es, la muerte, creaba nueva vida, lo mismo que la relación sexual, y siempre que creamos vida estamos en el ámbito de la vida sagrada, de lo divino en cuanto fuente de vida y unidad de lo viviente, de ahí que sexualidad y religión sean lo mismo en la cosmovisión de la Diosa.

Hemos de añadir, no obstante, que el místico a veces tiene una relación ambivalente hacia el papel del cuerpo de la experiencia religiosa. Son muchos los místicos que caracterizan lo corporal como una cárcel, por ejemplo, Santa Teresa de Jesús (s. XVI):

 

¡Ay qué larga es esta vida!,

¡qué duros estos destierros!,

¡esta cárcel, estos hierros

en que el alma está metida! (Teresa de Jesús, 1976, pp. 1264-1265).

 

Aunque ella misma también llega a reconocer que la experiencia mística es una experiencia que comunica cuerpo y alma: “Porque aquella pena parece, aunque la siente el alma, es en compañía del cuerpo; entrambos parece participan de ella” (ibid., 1999, p. 218). Algo muy semejante apunta el fundador del Jasidismo, el Baal Shem: “quienquiera que mortifique su carne deberá rendir cuentas como un pecador porque ha atormentado su alma” (Buber, 1993, p. 109), y para Abulafia (s. XIII) solo “en los cuerpos de los necios –sin conocimiento, las almas permanecen prisioneras” (Fernández Molina, 2006, p. 13).

 

4.3. La conciliación de opuestos en la unidad

 

Los místicos, como dice Catalina de Siena (1347-1380), “en las cosas finitas conocemos lo infinito” (Mujeres místicas. Época Medieval, 1998, p. 82). En la religiosidad de la diosa madre, todos los elementos de la creación son la diosa, cada criatura conserva en sí a su señora, y la unidad divina integra la diversidad de lo viviente. Esta misma situación se reproduce en la mística, donde es habitual hablar de Dios como una unidad que integra todos los elementos dispersos y contrarios, lo que también se aprecia en la descripción de la unio mystica, expresada en términos de opuestos, paradojas y antítesis. Veamos algunos ejemplos, como la equiparación de vida y muerte en Santa Teresa:

 

Sólo con la confianza

vivo de que he de morir;

porque muriendo, el vivir

me asegura mi esperanza;

muerte do el vivir se alcanza

no te tardes que te espero,

que muero porque no muero (Fernánez Molina, 2006, p. 21).

 

La alborada y la noche en estos versos de la Noche oscura de San Juan, noche concebida como elemento positivo, ya que, como sucedía en el caso de la divinidad femenina, Dios es concebido como noche (Hatzfeld, 1955, p. 88-89):

 

¡Oh noche que guiaste!,

¡oh noche amable más que alborada!,

¡oh noche que juntaste

Amado con amada,

amada en el Amado transformada! (Juan de la Cruz, 1991a, p. 67).

 

La interrelación entre luz y oscuridad, inevitablemente entrelazadas: “No hay noche que no tenga luz, pero está oculta. El sol brilla [también] en la noche, pero está oculto” (Maestro Eckhart, 1998, p. 89). También en estos versos de Al-Hallaj:

 

El corazón contiene en su interior Tus nombres,

que ni la luz ni las tinieblas conocen.

La luz de Tu rostro mantiene, al verla, su misterio (2005, p. 93).

 

Estos opuestos se concilian y se dan de manera simultánea dentro de la Divinidad, haciéndose parte del Uno, pues “todo lo que está dividido en las cosas inferiores es reunido cuando el alma se eleva a una vida en la que no hay ninguna oposición” (Maestro Eckhart, 1998, p. 60).

La Divinidad integra en sí a todos y cada uno de sus hijos, “tiene el ser de todas las criaturas en sí mismo” (ibid., p. 91), de tal modo que no se puede hablar de separación o unión con lo Divino, pues solo “se puede hablar de unión entre dos y no cuando se trata de una cosa única” (Ibn ‘Arabî, 2004, p. 63).

La Divinidad experimentada en la mística es, como en la cultura de la diosa, Uno y Todo:

Esencialmente Uno, y nada hay junto a Él,

Interiormente Oculto, Exteriormente Manifiesto,

Sin principio, sin fin. Cualquier cosa que veas,

Lo que ves es Su Ser. Absoluta Unidad… (Al- ‘Alawî, 2008, p. 51).

 

Pero si Dios incluye todo lo viviente, todo lo viviente es Dios. En la mística también se señala esa dimensión sagrada de toda la creación, como bien refleja Ibn Masarra (s. IX):

 

Son por lo tanto, las almas particulares, partes del Alma universal, al modo de las partículas del sol que brillan al través de las rendijas de la habitación. La Naturaleza universal es un efecto del Alma universal (Asín Palacios, 1992, p. 67).

 

O Hildegarda de Bingen (1098-1179), en el siguiente fragmento de sus Alabanzas:

El Espíritu Santo, vida vivificante,

es el motor de todo y la raíz de toda criatura.

Lo purifica todo de la impureza,

borrando los pecados, suavizando las heridas;

Él es así la vida fulgurante y digna de alabanza,

que despierta y reanima a todas las cosas.

(Mujeres místicas. Época medieval, 1998, p. 13)

 

El Espíritu Santo es lo que reanima todas las cosas, es la vida vivificante de la que surge todo lo vivo. Es todo lo vivo. De ahí que, como sucedía en la cultura de la diosa, en el mismo todo, lo creado es el Creador, por eso, para el místico, a veces comprender el lenguaje de lo Divino es, como para el Baal Shem, “comprender el lenguaje de los pájaros, de los árboles, de los animales, de las rocas y las estrellas” (Fernández, 2005, p. 4-5).

 

5. Conclusiones

Tras haber explicitado la presencia de rasgos femeninos en el concepto de la Divinidad que aparece en las diversas corrientes místicas de las Tres Culturas y haber reflejado la relación entre los diferentes aspectos de contenido y lenguaje de la literatura mística y los elementos propios de la cultura de la diosa, creemos haber cumplido el propósito que nos planteábamos al comienzo de este trabajo: evidenciar que la experiencia mística y su literatura son ámbitos en los que se hace presente la visión del mundo relacionada con la concepción femenina de la divinidad.

Aunque las tres grandes religiones monoteístas, el Judaísmo, el Cristianismo y el Islam giran alrededor del Dios Padre, las místicas que surgen dentro de esas religiones nos hablan de una experiencia de lo Divino ajena a las normas religiosas institucionalizadas, en la que lo más ansiado es la disolución de los límites individuales para recuperar la Unidad en la Totalidad. Esa vivencia religiosa tiene demasiados puntos en común con la religiosidad de la diosa como para no pensar que estamos ante un caso en el que una antigua forma de la conciencia, oculta, pero todavía presente en nosotros, busca hacerse un hueco en nuestro espíritu para reestablecer un equilibrio perdido.

 

 

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